domingo, 11 de diciembre de 2011

¿ALGUIEN HA VISTO MI MEMORIA?




Ray Bradbury, en su novela Fahrenheit 451, apostaba por la memoria humana como la única forma de conservar el conocimiento ante la posible extinción de los libros: “Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia” dice Granger a Montag, el bombero quema-libros. Pero en nuestros días cabe la pregunta, ¿qué tan importante es nuestra capacidad nemotécnica?
“No sé dónde dejé mi memoria” es una frase que escucho con frecuencia y que, incluso yo, he pronunciado alguna vez, refiriéndome a ese pequeño dispositivo de almacenamiento de datos conocido como memoria USB. La frase, más allá del juego de palabras, evidencia un síntoma inconfundible de nuestro tiempo: la gran cantidad de información, así como su disponibilidad en todo momento, que le conferimos a la tecnología. ¿Cuántos nombres, referencias, direcciones, hemos dejado de retener en la memoria? Conozco personas que, avergonzadas, consultan en la agenda del teléfono celular su propio número telefónico, no porque sean incapaces de memorizarlo sino porque, sencillamente, no necesitan recordar.
Nuestra vida diaria depende de los archivos virtuales en los que se registra nuestro paso por este mundo: ¿Olvidaste el nombre del lugar en el que verás a tus compañeros de trabajo? Un mensaje de texto soluciona el problema. ¿No recuerdas la fecha exacta en la que cumple años algún familiar? Facebook te saca del apuro. ¿No recuerdas qué ruta debes tomar? Un GPS o un mapa virtual te indican el camino. El simple hecho de imaginar que “toda esa información” puede desaparecer estremece a cualquiera que le haya concedido tanta confianza a la tecnología. Nos gusta acumular, ya lo sabíamos, pero ahora lo hacemos fuera de nuestra cabeza porque la bandeja de entrada de nuestro correo electrónico no se satura: fotografías, recados, proyectos, conversaciones, todo está “ahí” esperando que se le convoque desde este lado de la realidad. Los motores de búsqueda de Google, por ejemplo, simplifican cualquier pesquisa, basta una palabra, apenas un rasgo de lo que evocamos para poder jalar la punta del hilo que habrá de devolvernos nuestro pasado. El asunto es que dejamos de realizar asociaciones mentales, ya no nos esforzamos como antes (apenas diez o quince años atrás) por recordar el nombre de una calle, el título de un libro, el nombre del insecto que nos llenó de asombro. La red de nuestra memoria cada vez retiene menos detalles, va perdiendo su sentido, se aligera. Con la llegada de las nuevos medios de comunicación comenzó a rondarnos la idea de la desaparición del libro, pero creo que lo verdaderamente preocupante es el ocaso de nuestra memoria pues tal parece que, en lugar de ejercitarla, alimentamos devotamente con nuestros recuerdos (tributo cotidiano) a la diosa-internet.














Tomado de Bitácora Bifronte, mi columna en La jornada semanal. 11 de diciembre de 2011

jueves, 1 de diciembre de 2011

¿QUÉ MIRA EL CRISTO DE ZACATECAS?






Para Leonardo Bazán Olvera


En el museo de Guadalupe, Zacatecas, México, se exhibe un cuadro que visito religiosamente cada vez que puedo: Ecce homo, un óleo en pequeño formato y de autor anónimo que data de la época novohispana. El título anuncia la sencillez temática del cuadro: la figura semidesnuda y llagada de Cristo, emergiendo de las sombras de una habitación de piedra, en cuya cabeza reposa una corona de espinas, atado con una cuerda que le rodea el cuello y desciende hasta sus brazos cruzados; una vara a manera de cetro es apenas sostenida por una de sus manos. Se trata del momento en que Poncio Pilatos pronuncia la célebre frase en latín Ecce homo (“He aquí el hombre”) para presentar a Cristo frente a los judíos después de haber sido torturado. El cuadro podría ser una representación más del trágico y conocido pasaje de la Pasión excepto por un detalle: está pintado por ambas caras; la otra faz, a la que llamaremos “reverso”, muestra la espalda descarnada de Cristo y frente a él, ahora frente a nosotros, se revela un cielo hermosamente azul, tan azul que podría confundirse con una ventana ovalada en la fría sala del Museo.
Desde la primera vez que vi Ecce homo, experimenté una conmoción al tratar de responder la pregunta que en mí nacía: ¿Qué mira el Cristo de Zacatecas? Concluí que, mientras nosotros miramos la imagen humillada del hijo de Dios, el Cristo parece contemplar a sus verdugos y perseguidores, pero al conocer el reverso del cuadro comprendemos que más allá de lo terreno se erige un cielo, un paraíso que se pronuncia real y que, al manifestarse etéreo, se ostenta como una expresión de la paz y el sosiego, en donde la angustia se transforma en entendimiento, acaso en perdón. Pero me gusta pensar que el cuadro propone otra lectura, la de un Cristo que, al advertir esa transparencia, guía nuestros ojos por un sendero distinto, quizá el mismo que señalan los versos de aquel poema llamado “Mi corazón se amerita…” del zacatecano que también murió a los treinta y tres años, Ramón López Velarde, quien se autonombraba “un sacristán fallido”: “Mi corazón, leal, se amerita en la sombra./ Desde una cumbre enhiesta yo lo he de lanzar/ como sangriento disco a la hoguera solar./ Así extirparé el cáncer de mi fatiga dura […]” De esta manera, entre el cuadro y el poema, entre la imagen y el canto, hay una forma de librarnos del dolor y la culpa, de “la fatiga dura” y cotidiana que se nos ha impuesto como una manera de entender el mundo. Por eso tengo la certeza de que, desde su anonimato, el autor de Ecce homo captura la expresión más pura de la fe en la doble mirada, la de Cristo que observa el cielo que rige sobre sus asesinos, y la nuestra, aquella mirada que tiene dos opciones: ver a Cristo cautivo o, a su lado, mirar lo que Él mira.












Tomado de Bitácora Bifronte, mi columna en La Jornada Semanal...Domingo 20 de noviembre de 2011