Ray Bradbury, en su novela Fahrenheit 451, apostaba por la memoria humana como la única forma de conservar el conocimiento ante la posible extinción de los libros: “Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia” dice Granger a Montag, el bombero quema-libros. Pero en nuestros días cabe la pregunta, ¿qué tan importante es nuestra capacidad nemotécnica?
“No sé dónde dejé mi memoria” es una frase que escucho con frecuencia y que, incluso yo, he pronunciado alguna vez, refiriéndome a ese pequeño dispositivo de almacenamiento de datos conocido como memoria USB. La frase, más allá del juego de palabras, evidencia un síntoma inconfundible de nuestro tiempo: la gran cantidad de información, así como su disponibilidad en todo momento, que le conferimos a la tecnología. ¿Cuántos nombres, referencias, direcciones, hemos dejado de retener en la memoria? Conozco personas que, avergonzadas, consultan en la agenda del teléfono celular su propio número telefónico, no porque sean incapaces de memorizarlo sino porque, sencillamente, no necesitan recordar.
Nuestra vida diaria depende de los archivos virtuales en los que se registra nuestro paso por este mundo: ¿Olvidaste el nombre del lugar en el que verás a tus compañeros de trabajo? Un mensaje de texto soluciona el problema. ¿No recuerdas la fecha exacta en la que cumple años algún familiar? Facebook te saca del apuro. ¿No recuerdas qué ruta debes tomar? Un GPS o un mapa virtual te indican el camino. El simple hecho de imaginar que “toda esa información” puede desaparecer estremece a cualquiera que le haya concedido tanta confianza a la tecnología. Nos gusta acumular, ya lo sabíamos, pero ahora lo hacemos fuera de nuestra cabeza porque la bandeja de entrada de nuestro correo electrónico no se satura: fotografías, recados, proyectos, conversaciones, todo está “ahí” esperando que se le convoque desde este lado de la realidad. Los motores de búsqueda de Google, por ejemplo, simplifican cualquier pesquisa, basta una palabra, apenas un rasgo de lo que evocamos para poder jalar la punta del hilo que habrá de devolvernos nuestro pasado. El asunto es que dejamos de realizar asociaciones mentales, ya no nos esforzamos como antes (apenas diez o quince años atrás) por recordar el nombre de una calle, el título de un libro, el nombre del insecto que nos llenó de asombro. La red de nuestra memoria cada vez retiene menos detalles, va perdiendo su sentido, se aligera. Con la llegada de las nuevos medios de comunicación comenzó a rondarnos la idea de la desaparición del libro, pero creo que lo verdaderamente preocupante es el ocaso de nuestra memoria pues tal parece que, en lugar de ejercitarla, alimentamos devotamente con nuestros recuerdos (tributo cotidiano) a la diosa-internet.
“No sé dónde dejé mi memoria” es una frase que escucho con frecuencia y que, incluso yo, he pronunciado alguna vez, refiriéndome a ese pequeño dispositivo de almacenamiento de datos conocido como memoria USB. La frase, más allá del juego de palabras, evidencia un síntoma inconfundible de nuestro tiempo: la gran cantidad de información, así como su disponibilidad en todo momento, que le conferimos a la tecnología. ¿Cuántos nombres, referencias, direcciones, hemos dejado de retener en la memoria? Conozco personas que, avergonzadas, consultan en la agenda del teléfono celular su propio número telefónico, no porque sean incapaces de memorizarlo sino porque, sencillamente, no necesitan recordar.
Nuestra vida diaria depende de los archivos virtuales en los que se registra nuestro paso por este mundo: ¿Olvidaste el nombre del lugar en el que verás a tus compañeros de trabajo? Un mensaje de texto soluciona el problema. ¿No recuerdas la fecha exacta en la que cumple años algún familiar? Facebook te saca del apuro. ¿No recuerdas qué ruta debes tomar? Un GPS o un mapa virtual te indican el camino. El simple hecho de imaginar que “toda esa información” puede desaparecer estremece a cualquiera que le haya concedido tanta confianza a la tecnología. Nos gusta acumular, ya lo sabíamos, pero ahora lo hacemos fuera de nuestra cabeza porque la bandeja de entrada de nuestro correo electrónico no se satura: fotografías, recados, proyectos, conversaciones, todo está “ahí” esperando que se le convoque desde este lado de la realidad. Los motores de búsqueda de Google, por ejemplo, simplifican cualquier pesquisa, basta una palabra, apenas un rasgo de lo que evocamos para poder jalar la punta del hilo que habrá de devolvernos nuestro pasado. El asunto es que dejamos de realizar asociaciones mentales, ya no nos esforzamos como antes (apenas diez o quince años atrás) por recordar el nombre de una calle, el título de un libro, el nombre del insecto que nos llenó de asombro. La red de nuestra memoria cada vez retiene menos detalles, va perdiendo su sentido, se aligera. Con la llegada de las nuevos medios de comunicación comenzó a rondarnos la idea de la desaparición del libro, pero creo que lo verdaderamente preocupante es el ocaso de nuestra memoria pues tal parece que, en lugar de ejercitarla, alimentamos devotamente con nuestros recuerdos (tributo cotidiano) a la diosa-internet.
Tomado de Bitácora Bifronte, mi columna en La jornada semanal. 11 de diciembre de 2011
1 comentario:
Lo reconozco: suelo ser de los que, ultimamente, revisan el facebook para ver si algún familiar, amigo o conocido cercano festeja algo, suelo ser bastante distraido y aunado a que casi no me gustan las celebraciones, suelo "depender" de la alerta que me manda dicha página :(
Muy bueno, amigo. Había leído algunos cuentos [espaciales] de Bradbury pero no su novela Fahrenheit 451. Además de que tu columna es interesante nos das una bibliografía a buscar... [¡apuntada!] para ponernos, dirían, al tiro con la buena literatura.
Un gran abrazo poeta.
Ludwig
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