En el poema Los trabajos y los
días, atribuido a Hesíodo, su autor aborda, en una de sus partes más
significativas, el Calendario del labrador, dividiéndolo en “Trabajos
de otoño, invierno, primavera y verano”, dictando consejos puntuales para cada
estación. Por ejemplo, en Trabajos de verano dice: “Cuando el cardo
florece y la cantora cigarra, posada en el árbol, derrama sin cesar por debajo
de las alas su agudo canto, en la estación del agotador verano, entonces son más
ricas las cabras y mejor el vino, más sensuales las mujeres y los hombres más
débiles […]”. Además de la nutrida carga poética implícita en el poema de
Hesíodo, entendemos la importancia de los ciclos de la naturaleza y su
influencia en el hombre y su diario vivir.
Hay otros dos textos clásicos (y sagrados) cuyos contenidos
atraen mi atención por sus asombrosas coincidencias: el Eclesiastés y el Tao
Te Ching. El primero (adjudicado a Salomón) es un libro que representa a
Occidente y su búsqueda de sentido que culmina en una visión melancólica de la
vida; el segundo pertenece a Lao Tsé (o Lao Tzu) y encarna la visión
conciliadora de Oriente: los opuestos se complementan. En algunos versículos del
Eclesiastés encontramos que: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere
debajo del cielo tiene su hora:/ Tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de
plantar y tiempo de arrancar lo plantado;/ tiempo de matar y tiempo de curar;
tiempo de destruir y tiempo de edificar;/ tiempo de llorar y tiempo de reír;/
tiempo de lamentar y tiempo de bailar;/ […] tiempo de callar y tiempo de
hablar;/ tiempo de amar y tiempo de aborrecer;/ tiempo de guerra y tiempo de
paz.” Mientras que en el Tao Te Ching leemos que: “Hay un tiempo para
estar delante/ y un tiempo para estar detrás./ Un tiempo para estar en
movimiento/ y un tiempo para estar en descanso./ Un tiempo para estar vigoroso/
y un tiempo para estar exhausto./ Un tiempo para estar a salvo/ y un tiempo para
estar en peligro.”
Después de leer lo anterior, irremediablemente nos preguntamos
por los ciclos que rigen nuestra vida “moderna” y caemos en la cuenta de que
este es el tiempo del vértigo, de la inmediatez, de la prisa que cosecha cuando
“no es tiempo todavía”. Nuestro mundo se convierte, poco a poco, en un espacio
de saturación, de sobreexposición de la vida privada que se desdobla en una
exhibición mediática, en donde se intercambian e imponen visiones que no han
madurado y son producto de la desesperación por expresar opiniones que no han
pasado por el tamiz de la reflexión y que forman parte, al mismo tiempo, de
canales de manipulación masiva. En este río revuelto de información es que las
nuevas generaciones están fundando su mentalidad como quien construye una casa
sobre arenas movedizas.
Si hay un tiempo para todo, creo que ya es tiempo de dejar a un
lado la obsesión por estar en todas partes y volver a entrar en nosotros mismos.
Tomado de BITÁCORA BIFRONTE, mi columna en La jornada semanal.
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