Para mi
Suky y mi Kaiser, estas palabras sin correa…
En mi época universitaria trabajé como mesero
en un restaurante (propiedad de unos tíos, quienes me dieron casa y alimento los
cinco años que duró la licenciatura en Literatura Hispanoamericana). En todo
momento me sentí adoptado por la generosa familia Ordóñez Brasdefer, que me veía
como a un hijo. Sin embargo, fueron tiempos difíciles porque mi madre trabajaba
en el norte de México para poder financiar parte de mis estudios, y los de mis
hermanos, a quienes extrañaba profundamente. También sentía nostalgia por los
amigos de aquel puerto tropical donde había transcurrido parte de mi infancia y
adolescencia. Me mantenía firme gracias a las cartas de mis seres queridos, es
decir, gracias a las palabras que venían del corazón y la mente de aquellos a
quienes yo amaba, y de los libros que iba encontrando en el camino o que amigos
míos ponían frente a mí, para la nostalgia: Li Po; para comprender los excesos
de la libertad: On the road, de Jack Kerouac; para la melancolía
adolescente y la idea de resurrección: Oscura palabra, de José Carlos
Becerra; para asuntos filiales y el infierno de la burocracia: Franz Kafka.
Creo que una de las lecciones más
reveladoras acerca de la fuerza de la palabra poética fue cuando Manuel (amigo y
compañero mesero) me mostró una hoja que guardaba en su cartera y que tenía
escritos a mano los siguientes versos: “…soy otro cuando soy, los actos míos/
son más míos si son también de todos,/ para que pueda ser he de ser otro,/ salir
de mí, buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los
otros que me dan plena existencia,/ no soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.
Le pregunté si sabía de quién eran esos versos. “No son versos, es una oración
que rezo todos los días”, me respondió tajante. Supe que este fragmento de
“Piedra de sol”, quizá uno de los poemas más famosos de Octavio Paz, había
trascendido el territorio de la literatura para incrustarse en el de la vida
espiritual de un hombre, borrando títulos y autores. Dejé las cosas como
estaban; aunque yo supiera de quién se trataba, no era yo el “maestro” si no
la poesía que me enseñaba lo que era sobrevivir día a día.
Ahora, con más lecturas en mi vida,
tengo un conocimiento mayor acerca de obras, autores y corrientes literarias,
pero sigo pensando en muchos poemas como plegarias personales, conjuntos de
palabras que, al estar unidas, generan energía más allá de la razón y el
entendimiento, como aquellos versos de un poema de Leonard Cohen, contenidos en
su maravilloso libro La energía de los esclavos, que recuerdo siempre y
son mi fortaleza y fe en días aciagos (como estos días en que escribo estas
líneas): “Yo no me maté cuando las cosas me fueron mal/ no me dediqué ni a las
drogas ni a la enseñanza./ Intenté dormir, pero cuando me di cuenta que no podía
dormir/ aprendí a escribir./ Aprendí a escribir/ cosas que pudieran ser leídas/
en noches como ésta/ por gente como yo.”
Tomado de mi columna, Bitácora Bifronte, en La jornada semanal (24 de junio de 2012)
1 comentario:
wa! qué chido. Había dejado de leer la columna por alguna razón imperdonable, hoy la retomo y con buenos aires. Gracias, mi estimado y, así sirve que vayas recomendándome unas buenas lecturas.
Salu2
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