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Pocos son los que no sienten el deseo de dormir o, por lo menos, de descansar después de la comida fuerte del día. El
ritmo de la vida actual impide, casi siempre, que la siesta se lleve a cabo en
medio del ajetreo común. Dormir cuando es de día está mal visto por las
sociedades basadas en un ideal de “producción y progreso”. Sin embargo, hay unos
versos de Charles Bukowsky que no sólo recuerdo sino que son una especie de
mantra, una justificación poética de mi afición a la siesta: “Algún día
escribiré un poema que encenderá volcanes/ en las colinas que están ahí afuera,/
pero ahora mismo tengo sueño por la tarde/ y alguien me pregunta: Bukowsky, ¿qué
hora es? / Y yo contesto: 3 con 16 minutos y 30 segundos/ […] Tengo una tumba
dentro de mí diciendo: bah, deja que lo hagan los demás, déjalos que ganen,
déjame dormir. ”
Confieso que es difícil el arte de
la siesta, la gente puede considerarte grosero al abandonar una
“interesantísima” conversación en la sobremesa o al retirarte de manera discreta
cuando invitas a personas a comer a tu casa, pues se preguntan: “¿Y el
anfitrión? Pero si él nos invitó, ¿cómo es que puede dormirse?” Por eso, cuando
es necesario compartir el pan con otros, prefiero las cenas, el cansancio
acumulado durante el día es el pretexto idóneo para decir buenas noches y
retirarse al mundo íntimo de la cama, sin que esto implique que uno no está
cómodo con la compañía de los demás.
Tomar una siesta regula la presión
arterial y da una profunda sensación de bienestar, aunque algunas personas me
han confesado que, si duermen después de la comida, despiertan con una sensación
de tristeza o nerviosismo que yo atribuyo a un sueño que debió ser mucho más
extenso y reparador. Lo anterior nos lleva a preguntar: ¿cuánto debe durar una
siesta? Algunos médicos dicen que con veinte minutos es suficiente, yo diría que
una hora es la duración mínima (no me gusta sentirme presionado por despertar).
Sin embargo, hay quien asegura que si duerme por la tarde sufrirá de insomnio, a
lo que respondo que, después de unos días de práctica, el hábito cambiará esos
sentimientos por tranquilidad.
A lo largo de mi vida he lamentado
que los restaurantes no cuenten con hamacas o “zonas para siesta” equipadas,
claro, con pequeños estantes con puerta y cerradura para evitar el robo de las
pertenencias personales mientras uno duerme. Es contranatural ver a la gente
dormir en el transporte público, moviendo la cabeza de un lado a otro, personas
entrecerrando los ojos en conferencias y clases, detrás de un mostrador, o
cometiendo errores al operar maquinaria o conducir vehículos. No es una
invención que cualquiera es más productivo si toma una siesta.
Cuando uno siente la necesidad de
dormir y no lo hace es como no beber agua cuando se tiene sed. No me preocupa
que la gente me llame perezoso, porque sé que después de una siesta experimento
esa extraña sensación de resurrección, de poder despertar dos veces el mismo
día.
Tomado de BITÁCORA BIFRONTE, mi columna en La jornada semanal.
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