jueves, 29 de noviembre de 2012
lunes, 17 de septiembre de 2012
TALLER DE POESÍA ONLINE
Si estás interesado en escribir poesía y hacer una revisión crítica de tus poemas pide informes a
jair_cm@hotmail.com
domingo, 24 de junio de 2012
POEMAS QUE SON PLEGARIAS
Para mi 
Suky y mi Kaiser, estas palabras sin correa…
En mi época universitaria trabajé como mesero 
en un restaurante (propiedad de unos tíos, quienes me dieron casa y alimento los 
cinco años que duró la licenciatura en Literatura Hispanoamericana).  En todo 
momento me sentí adoptado por la generosa familia Ordóñez Brasdefer, que me veía 
como a un hijo. Sin embargo, fueron tiempos difíciles porque mi madre trabajaba 
en el norte de México para poder financiar parte de mis estudios, y los de mis 
hermanos, a quienes extrañaba profundamente. También sentía nostalgia por los 
amigos de aquel puerto tropical donde había transcurrido parte de mi infancia y 
adolescencia.  Me mantenía firme gracias a las cartas de mis seres queridos, es 
decir, gracias a las palabras que venían del corazón y la mente de aquellos a 
quienes yo amaba, y de los libros que iba encontrando en el camino o que amigos 
míos ponían frente a mí, para la nostalgia:  Li Po; para comprender los excesos 
de la libertad: On the road, de Jack Kerouac; para la melancolía 
adolescente y la idea de resurrección: Oscura palabra, de José Carlos 
Becerra; para asuntos filiales y el infierno de la burocracia:  Franz Kafka. 
Creo que una de las lecciones más 
reveladoras acerca de la fuerza de la palabra poética fue cuando Manuel (amigo y 
compañero mesero) me mostró una hoja que guardaba en su cartera y que tenía 
escritos a mano los siguientes versos:  “…soy otro cuando soy, los actos míos/ 
son más míos si son también de todos,/ para que pueda ser he de ser otro,/ salir 
de mí, buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los 
otros que me dan plena existencia,/ no soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.  
Le pregunté si sabía de quién eran esos versos.  “No son versos, es una oración 
que rezo todos los días”,  me respondió tajante.  Supe que este fragmento de  
“Piedra de sol”,  quizá uno de los poemas más famosos de Octavio Paz, había 
trascendido el territorio de la literatura para incrustarse en el de la vida 
espiritual de un hombre, borrando títulos y autores. Dejé las cosas como 
estaban; aunque yo supiera de quién se trataba, no era yo el  “maestro”  si no 
la poesía que me enseñaba lo que era sobrevivir día a día. 
Ahora, con más lecturas en mi vida, 
tengo un conocimiento mayor acerca de obras, autores y corrientes literarias, 
pero sigo pensando en muchos poemas como plegarias personales, conjuntos de 
palabras que,  al estar unidas, generan energía más allá de la razón y el 
entendimiento, como aquellos versos de un poema de Leonard Cohen, contenidos en 
su maravilloso libro La energía de los esclavos, que recuerdo siempre y 
son mi fortaleza y fe en días aciagos (como estos días en que escribo estas 
líneas):  “Yo no me maté cuando las cosas me fueron mal/ no me dediqué ni a las 
drogas ni a la enseñanza./ Intenté dormir, pero cuando me di cuenta que no podía 
dormir/ aprendí a escribir./ Aprendí a escribir/ cosas que pudieran ser leídas/ 
en noches como ésta/ por gente como yo.”
Tomado de mi columna, Bitácora Bifronte, en La jornada semanal (24 de junio de 2012)
sábado, 2 de junio de 2012
Rainer María Rilke: cartas al tiempo (Mi columna en La jornada semanal)
La obra poética de Rainer María Rilke no se 
circunscribe, como podría pensarse, a sus poemas. Su obra escrita en prosa, como 
Los cuadernos de Malte Laurids Brigge y el conjunto de textos 
epistolares, conocido como Cartas a un joven poeta, demuestran una 
sensibilidad poética que rebasa los géneros literarios. Las Cartas a un 
joven poeta son el resultado de una estrecha correspondencia entre Rilke y 
Franz Xaver Kappus, a quien le debemos, en palabras de Vicente Quirarte, “haber 
tenido el valor para dirigirse al maestro, haber conservado sus cartas y 
publicarlas veinte años después de la muerte de su autor”. Esa inocencia con la 
que Kappus habría de acercarse al consagrado poeta es lo que, quizá, 
enterneciera a Rilke, quien en una serie de cartas respondió no sólo a las 
preguntas de su interlocutor sino a los cuestionamientos que él mismo se 
formulaba. En sus cartas, Rilke no se limita a proponer una preceptiva literaria 
o poética, habla desde lo íntimo y sus ideas acerca de la poesía emergen de una 
manera confesional y total. 
     Hay que acotar que al publicar las 
cartas de Rilke, Kappus decidió omitir las propias con la idea ferviente de que 
sólo el poeta debería hablar, mostrando una verdadera lección de humildad: “Lo 
único importante son las diez cartas que siguen. Importante para saber del mundo 
en que vivió y creó Rainer María Rilke. Importante también para muchos que se 
desenvuelvan y se formen hoy y mañana. Y ahí donde habla uno que es grande y 
único, deben callarse los pequeños.”
     En la primera carta, fechada en 
París, el 17 de febrero de 1903, Rilke insta al joven Kappus a que indague en sí 
mismo en lugar de preguntar si sus versos son “buenos”: “Usted pregunta si sus 
versos son buenos. Me lo pregunta a mí […] Ahora bien (ya que me permite 
aconsejarlo), le suplico renuncie a todo eso. Su mirada está dirigida hacia 
afuera; sobre todo, es lo que debe evitar en lo sucesivo. Nadie puede 
aconsejarle ni ayudarle, nadie. No hay más que un solo camino. Entre en usted. 
Busque la necesidad que lo obliga a escribir, examine si sus raíces penetran 
hasta lo más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le 
privara de escribir.” Rilke plantea un problema esencial respecto al arte de la 
poesía: la diferencia abismal entre el oficio de poeta y la simple escritura de 
poemas. El oficio de poeta implica la asunción absoluta, el reconocimiento y 
autodescubrimiento del propio ser, mientras que la escritura es un acto 
circunstancial, un hecho derivado de un primer movimiento que es el saberse 
poeta. Rilke marca el punto de inicio de una poética propia de la que nacen sus 
aspiraciones no sólo artísticas sino vitales: la introspección, el camino de la 
soledad para poder comprender, de una manera mucho más profunda, el misterio de 
la vida, tal como lo dictan los siguientes versos de sus Sonetos a 
Orfeo: “Eres, amigo mío, solitario, porque…/ Paulatinamente nosotros nos 
apropiamos del mundo/ con gestos de la mano y con palabras,/ tal vez su más 
endeble y peligrosa parte.”
lunes, 13 de febrero de 2012
El Miedo, Krishnamurti y Raymond Carver

Para Miguel
Cuando alguien le preguntó a Krishnamurti cómo liberarse del miedo que domina todas nuestras actividades, el filósofo respondió que había diversos tipos de miedo y que no se necesitaba analizar cada uno: “En primer lugar, lo que se vence habrá de conquistarse una y otra vez. No es posible vencer, sobreponerse a ningún problema; el problema puede ser comprendido, no vencido.” Y más adelante se preguntaba él mismo, para indagar en lo más profundo de la experiencia: “¿De qué tenemos miedo? ¿Tenemos miedo de un hecho, o de la idea acerca del hecho? ¿Tenemos miedo de la cosa, tal como es, o tenemos miedo de lo que creemos que es? ” Las preguntas lanzadas por Krishnamurti son en sí mismas respuestas reveladoras: separan el hecho de la idea, lo concreto de lo abstracto.
Por su lado, Raymond Carver, en uno de sus más impactantes poemas, titulado precisamente “Miedo”, explora, desde un tono conmovedoramente confesional, los diferentes miedos a los que su ser (el de todos nosotros) se enfrenta, miedos cotidianos: “Miedo a ver una patrulla policíaca estacionándose en mi patio/ […] Miedo al teléfono que suena a mitad de la noche.” Su poema también sondea temores abstractos: “Miedo al pasado resucitando./ Miedo a que el presente vuele/ […] Miedo a la ansiedad./ Miedo de que aquello que yo ame resulte letal para los que amo. ” Miedos que nacen con nosotros o que se arraigan en nuestra más tierna infancia: “Miedo a las tormentas eléctricas […] Miedo a los perros, aunque me digan que no muerden.”
Me pregunto ¿cuántos de nosotros experimentamos estos miedos? ¿Cómo, en silencio, convivimos con nuestros temores, en un zoológico mental, creyendo que estamos a salvo, separados de ellos por rejas imaginarias? “El pensamiento es producto del pasado –dice Krishnamurti– y sólo puede existir gracias a las palabras, a los nombres, a los símbolos, a las imágenes, y mientras el pensamiento considere y traduzca el hecho, tiene que existir el miedo.”
Sin embargo, el miedo es el signo de nuestros tiempos; hay un desasosiego que se mezcla con la esperanza, panoramas claroscuros, ríos revueltos en donde ganan pescadores egoístas y tramposos, cuya ventaja es el poder que nosotros les hemos confiado. Más temores: miedo a la guerra, pero no a la idea de la guerra sino a la cotidiana, la que diariamente corre por calles y veredas de México; y también la otra guerra, la que ejercemos todos contra todos, tratando de sobrevivir al conductor que maneja en el carril de al lado, al que nos hace la vida imposible detrás de un escritorio; miedo a la burocracia, miedo a que un error en nuestro nombre nos impida cobrar la quincena; miedo a que nos confundan con un criminal o un policía; al abandono en el que nos tienen los gobiernos; miedo al futuro porque tenemos miedo del pasado; miedo a ingresar a un hospital y no salir vivos o, como dice Carver: “Miedo a la muerte./ Miedo a vivir demasiado./ Miedo a la muerte/ Pero ya dije eso.”
Por su lado, Raymond Carver, en uno de sus más impactantes poemas, titulado precisamente “Miedo”, explora, desde un tono conmovedoramente confesional, los diferentes miedos a los que su ser (el de todos nosotros) se enfrenta, miedos cotidianos: “Miedo a ver una patrulla policíaca estacionándose en mi patio/ […] Miedo al teléfono que suena a mitad de la noche.” Su poema también sondea temores abstractos: “Miedo al pasado resucitando./ Miedo a que el presente vuele/ […] Miedo a la ansiedad./ Miedo de que aquello que yo ame resulte letal para los que amo. ” Miedos que nacen con nosotros o que se arraigan en nuestra más tierna infancia: “Miedo a las tormentas eléctricas […] Miedo a los perros, aunque me digan que no muerden.”
Me pregunto ¿cuántos de nosotros experimentamos estos miedos? ¿Cómo, en silencio, convivimos con nuestros temores, en un zoológico mental, creyendo que estamos a salvo, separados de ellos por rejas imaginarias? “El pensamiento es producto del pasado –dice Krishnamurti– y sólo puede existir gracias a las palabras, a los nombres, a los símbolos, a las imágenes, y mientras el pensamiento considere y traduzca el hecho, tiene que existir el miedo.”
Sin embargo, el miedo es el signo de nuestros tiempos; hay un desasosiego que se mezcla con la esperanza, panoramas claroscuros, ríos revueltos en donde ganan pescadores egoístas y tramposos, cuya ventaja es el poder que nosotros les hemos confiado. Más temores: miedo a la guerra, pero no a la idea de la guerra sino a la cotidiana, la que diariamente corre por calles y veredas de México; y también la otra guerra, la que ejercemos todos contra todos, tratando de sobrevivir al conductor que maneja en el carril de al lado, al que nos hace la vida imposible detrás de un escritorio; miedo a la burocracia, miedo a que un error en nuestro nombre nos impida cobrar la quincena; miedo a que nos confundan con un criminal o un policía; al abandono en el que nos tienen los gobiernos; miedo al futuro porque tenemos miedo del pasado; miedo a ingresar a un hospital y no salir vivos o, como dice Carver: “Miedo a la muerte./ Miedo a vivir demasiado./ Miedo a la muerte/ Pero ya dije eso.”
Tomado de Bitácora Bifronte. Mi columna en La jornada semana de La jornada.
domingo, 8 de enero de 2012
CREER EN LA ESCRITURA
 Para Reyna Montes, mi mamá
 Para Reyna Montes, mi mamáSoy escritor. Desde hace más de dos décadas me dedico a escribir. Escribo poemas, ensayos, reseñas, prólogos y artículos. Durante todo este tiempo he vivido la escritura, desde aquella que se fragua en la mente y que, ayudada por la memoria, va madurando de manera lenta, hasta vaciarse, por medio de un lápiz, en el papel. También, a lo largo de muchos años, usé una “máquina de escribir” (que me regalaron mis papás), con la que desvelé a mis vecinos y en la cual experimenté, guiado por la ira y la rebeldía, la excitación adolescente de pensar que escribía con metralleta. Más tarde llegó la computadora: una pantalla, un cursor, un teclado más suave y silencioso. Y cuando surgió internet comencé a escribir directamente en un blog, en el muro (de los lamentos y las celebraciones) de Facebook, en el chat, en una escritura que oscila entre lo individual y lo colectivo y que, muchas veces, nace para dialogar en el momento mismo de su concepción. De tal manera que escribo en diferentes circunstancias todo el tiempo: paso del boxeo de sombra, en el silencioso gimnasio, al ring lleno de boxeadores que son, al mismo tiempo, espectadores. Y sigo creyendo en la escritura y, por lo tanto, en el libro impreso, en el grafiti, en los mensajes que viajan a través de los teléfonos celulares, en los aforismos, avisos, diatribas, elogios y reflexiones que se publican en Twitter.
A propósito del tema, hace unas semanas, Mario Vargas Llosa declaró: “No tengo nada en contra de internet pero prefiero leer en papel. Mi temor es que el libro se frivolice como ha ocurrido con la televisión, que ha sido importante, pero no ha dado muchos frutos creativos.” Habría que responderle que no toda la televisión es Televisa ni todos los libros son El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Aquellos que piensan que la escritura sólo sobrevive “en viejos formatos” subestiman el poder de las palabras, dudan, en el fondo, de las fuerzas que son capaces de convocar. Las modificaciones sustanciales en la escritura, al ser una necesidad vital, no dependen de la tecnología sino de nuestro espíritu que puede buscar lo múltiple y encontrar su realización en la multipresencia o fragmentación virtual que le ofrece la tecnología.
Por mi parte, estoy consciente del momento histórico que me tocó vivir: un tiempo como el descrito en los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, en donde “están presente y pasado mezclados tal vez en el futuro, y el futuro en el pasado contenido”, un tiempo entre el papel y la pantalla, entre la conversación cara a cara y aquella que se realiza con un océano de por medio. Escribir me convierte en un explorador: en el salón solitario de mis recuerdos, en el laberinto de la imaginación, en la fila del banco, frente a la playa o contemplando un video en Youtube. En lo que a mí concierne, me siento testigo de un eslabón que a la larga habrá de sostener a la historia. No creo que hubiera mejor tiempo para nacer.
De Bitácora bifronte, mi columna en La jornada semanal :)
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